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Con la elección de León XIV, la Iglesia parece haber entendido que el mundo ha cambiado: ya no hay lugar para cruzadas ideológicas, sino para supervivencia estratégica.

En un escenario global dominado por potencias duras y religiones que ocupan el lugar de la política, el nuevo Papa se enfrenta al desafío de construir autoridad sin tomar partido.

El Papa Francisco había iniciado su mandato en medio de una transformación profunda del escenario secular: la emergencia de la nueva izquierda del siglo XXI, o “marea rosa”, liderada por Hugo Chávez, Lula da Silva, Evo Morales, Rafael Correa, Néstor Kirchner, Tabaré Vázquez en Uruguay y Ricardo Lagos en Chile, entre otros.

Esta corriente, que emanaba desde América Latina —como el propio Papa—, se concebía a sí misma como regeneradora de la política tras el auge neoliberal de los años noventa.

Combinaba ideas nuevas con otras ya envejecidas, pero su potencia simbólica y política trascendió la región, despertando expectativas en otros continentes sobre su capacidad real de transformación social.

2013

El 13 de marzo de 2013 asumía Francisco como primer Papa latinoamericano y jesuita.

Al mismo tiempo, el mundo transitaba una ola de activismo y malestar que surgía en todos lados. Ese año había comenzado con el segundo mandato de Barack Obama, en el que el expresidente llevó adelante una radicalización progresista inédita para un mandatario norteamericano.

A tres meses exactos de la asunción de Francisco, la activista Alicia Garza publicó en Facebook un post cuyo remate rezaba: “Black Lives Matter”.

Al año siguiente sería la explosión del movimiento en Estados Unidos. Pero los cambios de Obama también impactaban fuera de su país: se reconciliaba con Cuba, dejaba actuar a Irán a piacere y renunciaba a intervenir en lo que él mismo llamó “abandonar el papel de policía del mundo”.

Cuando Francisco se sentó en el trono de Pedro, también había otro trono vacante.

Una semana antes de su asunción había muerto Hugo Chávez, y unos años antes, Néstor Kirchner. Francisco no dudó en convertirse en el líder de los partidos de izquierda y movimientos sociales huérfanos de referencias regionales y globales.

También hay que decir que a Bergoglio no le costó mucho hacerlo: era un hombre político incluso antes que religioso.

La ola progresista también fue recibida con gran beneplácito en otros continentes, especialmente en las élites europeas, que comenzaban a incubar el fenómeno woke de la mano de diversos activismos, particularmente el feminismo, el ambientalismo y el proinmigración.

Ese mismo año 2013 se creó en España la agrupación Podemos, que obtuvo sorpresivamente cinco eurodiputados en el inicio de su ascenso meteórico en la política española.

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Papa León XIV y Papa Francisco

¿Todo para salvar la Iglesia?

La Iglesia, que entonces se enfrentaba al descrédito por escándalos sexuales, financieros y una falta de rumbo hacia sus propios feligreses, se sumó a esta ola renovadora para renovarse a sí misma.

No tenía muchas opciones. Incluso decidió apartar a un Papa vivo —Benedicto XVI— que ya no podía garantizar la supervivencia de la organización.

El costo fue alto: la elección de Francisco implicó encabezar un movimiento político-ideológico global, parcializado y profundamente polarizante, que dejó a grandes sectores de su propia feligresía descontentos o directamente en la oposición.

No dudó en sacrificar incluso a estos sectores, como ocurrió en China, donde pactó con el gobierno comunista para sumar a ese régimen a su cruzada antioccidental.

El Papa antiglobalista se volvió globalista por necesidades de su organización.

Como reza el credo peronista que sostenía Jorge Bergoglio: “Solo la organización vence al tiempo”. Y la Iglesia sabe bastante de eso. Fue una decisión racional, pero a Francisco no le resultó difícil: era un hombre formado ideológicamente en los años 70 y adhería a esa forma agonal de ver la política.

Francisco itió ser el referente espiritual y teórico de ese movimiento, coordinarlo, perdonar sus pecados y acercarlo allí donde había diferencias.

El Vaticano se convirtió en la versión piadosa del Foro de San Pablo. Pero eso también se terminó.

El León

La noticia de la semana, además de que Robert Prevost ya es León XIV, es que la Iglesia ha elegido otro camino.

Y esto ocurre también porque lo que ha cambiado es el mundo. El ciclo abierto en 2013 se cerró con la segunda asunción de Donald Trump.

Aunque es pronto para afirmarlo con total seguridad —y estos son análisis que el tiempo deberá confirmar o desmentir—, todo indica que veremos un Papa más pragmático, capaz de sobrevivir en la polarización sin tomar partido por un bando, y por eso mismo, con chances de encontrar en los extremos posibilidades de diálogo y consenso. Esa fue también la fórmula que utilizó para ser designado.

El Papa Francisco articuló un clima de época hegemónico y fue parte entusiasta de él. Este nuevo Papa se muestra más contracultural. ¿Podrá imponer diálogo y pragmatismo en un mundo que hoy parece ajeno a todo eso?

Porque mientras el Cónclave ofrecía imágenes de concordia, negociación y votaciones, la humanidad se enfrentaba a la posibilidad de un desastre de magnitudes desconocidas, en cuanto a víctimas, por el conflicto entre India y Pakistán.

Pero incluso antes, la guerra comercial y los vaivenes para poner fin a la guerra en Ucrania nos indican que ya no estamos en ese mundo de activismos y utopías que auguraba 2013.

Los años de la izquierda del siglo XXI, de Francisco, de Podemos, de los Obama, fueron tiempos donde América exportó su religión al mundo.

Y su religión no es el catolicismo: es la política. Pero ese movimiento también fue conservador y anacrónico. Terminó cuando sus líderes se fueron —y cuando se acabaron los recursos.

En el mundo actual, con otros países y otras tradiciones en el centro del poder, la religión no ocupa un lugar menor.

Allí, la religión es la política y la ideología. Suena parecido, pero es muy diferente a lo americano. Y eso abre una oportunidad para el nuevo Papa norteamericano.

En las discusiones de la Segunda Posguerra Mundial, cuando Winston Churchill, Charles De Gaulle y Josif Stalin se repartían el mundo, alguien mencionó al Papa por su influencia en Europa del Este.

Stalin, con sorna, preguntó: “¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”

Los tiempos han cambiado. Francisco demostró que, en el mundo actual, un soft power bien organizado puede convertir a la Iglesia Católica en un actor relevante.

Incluso al punto de reclamar un lugar en las mesas donde se defina el rumbo del poder global.

La selva tampoco será fácil para el león.

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