29 de abril 2025 - 11:11hs

Hacía apenas un mes que había tomado la determinación de cambiarme a un coche eléctrico.

No era una decisión precipitada. Ya tenía un coche híbrido, uno de esos japoneses que funcionan con gasolina, pero que llevan incorporada una pequeña batería eléctrica que se recarga con un generador.

Cuando aminoraba la velocidad o bajaba una pendiente, el híbrido recargaba la batería y yo ahorraba combustible. ¿El resultado? Gastaba la mitad de nafta que si fuera en un coche tradicional.

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Lo suficiente como para calmar mi culpa ecológica.

Con el híbrido ya estaba haciendo un esfuerzo para darle batalla a la contaminación y al calentamiento global, esos demonios globalistas que los negacionistas dicen que no existe. Para calmar, en el caso de ellos, vaya a saber que otros demonios.

Pero ya no me bastaba con el híbrido. Había estudiado todos los modelos superadores para dar el siguiente paso.

La lógica indicaba que la apuesta debía ser el híbrido enchufable, un coche a gasolina con una batería algo más grande que la de los híbridos, y recargable. Con una autonomía de entre 60 y 90 kilómetros como para transitar por Madrid y sus alrededores, pero inútil para los viajes extensos.

Esa autonomía no era suficiente para ir a Valencia, ni a San Sebastián, y mucho menos a Barcelona o a cualquiera de las ciudades de Andalucía.

Es decir, el híbrido enchufable no alcanza para llegar desde Madrid hasta el Cantábrico o el Mediterráneo.

Por eso, terminé optando por el coche eléctrico cien por cien.

Fui por una marca coreana, un modelo con 500 kilómetros de autonomía que bajan a 350 si se enciende la radio, se usan el aire acondicionado o la calefacción, y se utilizan los datos de internet para orientarse por las plataformas de mapas digitales.

Como si eso fuera poco, el gobierno español subsidia con 4.500 euros la compra de los coches eléctricos y descuenta otros 3.000 euros de los impuestos.

Un gran incentivo al que hay que sumar el estacionamiento gratis en cualquier lugar de Madrid que ofrece la ciudad. Demasiadas tentaciones. Entregué el híbrido y me lancé a la experiencia del eléctrico.

El día de la entrega sería el 28 de abril

La hora señalada eran las 12 del mediodía. Sol a pleno y 20 grados para disfrutar la primavera de Madrid.

Con puntualidad europea me presenté para entregar mi coche con 60.000 kilómetros para cambiarlo por el eléctrico, ecológico y silencioso como un monje tibetano. Llené unos papeles y un muchacho amable comenzó a contarme los detalles del universo tecnológico al que acababa de ingresar.

Hipnotizado por ese mundo hiperconectado y atento a la aplicación digital con todos los centros de carga rápida diseminados por España, casi ni me di cuenta de que, en el local de la concesionaria, se había cortado la electricidad.

El lugar se había puesto oscuro, pero nadie se inmutó demasiado. Todos siguieron con sus tareas y me dejaron el coche para que saliera a la calle y lo disfrutara.

Lo primero que me llamó la atención fue que, al tomar la avenida Príncipe de Vergara y llegar a la esquina, nadie frenaba por la sencilla razón de que no andaban los semáforos.

Había mucha gente reunida, conversando, en las veredas. Demasiadas como para que solo fueran las ganas de disfrutar la mañana madrileña.

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La resurrección de la radio a pilas

Como buen boomer, activé un reflejo del siglo pasado: encendí la radio para chequear si había ocurrido algo extraño en España.

Entonces caí en la cuenta de que estaba viviendo un momento extraordinario.

El segundo del mes porque recién volvía del Vaticano, adonde me tocó cubrir la muerte y el funeral impactante del Papa Francisco, el Papa argentino del que habló todo el planeta.

Claro que esto era diferente. Esto era un corte de electricidad gigantesco y no era como ver Cónclave: era una película distópica hecha realidad.

El corte de electricidad era casi en toda España y solo se salvaban las islas Canarias y las Baleares.

Pero también alcanzaba a Portugal, al reino de Andorra y el sur de Francia. Algo andaba muy mal en la península ibérica y sus alrededores y bastaron un par de horas que empezaran a consolidarse las versiones más temidas: podía ser una imperdonable falla logística o de un hackeo. Un tremendo ciber ataque a escala continental.

Esa era la razón por la que miles de españoles, y de portugueses y ses, comenzaron a salir a las calles.

Se detuvieron la mayoría de los servicios. Los negocios cerraron sus persianas (las que se cerraban a mano, claro), y se colapsaron los supermercados y los cajeros automáticos. Pronto no hubo euros para extraer ni barras de pan para tomar el café. Una tragedia para españoles, portugueses y ses.

Los grandes ganadores del 28 de abril fueron los minimercados chinos. La gente hacía cola en sus locales para comprar las despreciadas radios a pilas o calentadores a gas.

Esos eran dos elementos clave que Ursula von der Leyen, la presidenta de la Unión Europea, había incluido en el kit de supervivencia dado a conocer hacía un par de semanas tras el miedo europeo a la guerra post Donald Trump.

Todos se habían reído mucho con el kit de Ursula, cuya iniciativa recorrió los programas de humor en la TV y se convirtió en cientos de memes en las redes sociales.

Pero la única verdad es la realidad decía Perón: y media España salió a comprar radios a pilas para poder saber hacia dónde disparaba el mundo ahora que no había datos de internet.

Orgulloso con mi nuevo coche eléctrico, estacioné en la calle de mi casa y encendí la radio para escuchar las noticias y conocer la dimensión española del apagón. Cinco personas se acercaron y me preguntaron si ellos tambien podían escuchar la radio conmigo, allí, parados junto a las ventanillas de la maravilla tecnológica.

Tanta conectividad en flor para escuchar todos la radio AM, la única que nos podía poner a salvo de la incomunicación en esa tarde sin teléfonos móviles, sin redes sociales, sin electricidad y sin trenes ni metro para volver a casa.

España, Portugal y una parte de Francia ya lo saben. Y el resto del planeta puede prepararse para lo que viene. Google, Facebook, TikTok, X y Chat GPT no sirven para nada cuando se corta la electricidad.

No hay peor distopía para la humanidad en estos tiempos que la falta de datos de internet.

Y como decía el gran Luis Alberto Spinetta en “Yo quiero ver un tren”, una radio Spika con pilas doble A o una parrilla de carbón pueden convertirse en la fucking Gioconda.

Lo saben los hackers del mundo, pero también lo temen Donald Trump, Pedro Sánchez y Emmanuel Macron.

El infierno ya no es aquel del Dante y de las barcas que debían cruzar el Aqueronte. El infierno empieza cuando se borran las rayitas que muestran el 5G.

A ser felices antes de que acabe el mundo.

El mensaje de Dios al final de los tiempos es que seguimos teniendo la señal de internet iluminando nuestros teléfonos de cada día. Amén.

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