A Belela Herrera la vi una sola vez en mi vida. Fue la noche de los Oscar, cuando su hijo César Charlone estaba nominado a mejor fotografía por la película Ciudad de Dios. Me recibió en su casa para ver la ceremonia juntos, porque yo iba a escribir una crónica para El Observador, el medio en el que trabajaba.
Aunque hayan pasado más de 20 años, tengo muy presente ese momento. Recuerdo el tono de su voz, dulce, amable, respetuosa. Me esperó con comida casera y unas galletitas deliciosas que había preparado. También estaba parte de su familia. La idea era compartir la velada mientras veíamos la entrega, pero yo tenía que prestar atención a todo lo que ella hacía, tomar nota de los gestos, de los silencios, de las emociones.
Y hubo uno que se me quedó grabado. Fue cuando enfocaron a su hijo en pantalla, justo en el momento en que nombraban a los nominados. Durante un segundo, le brillaron los ojos. Un brillo de ternura.
Esa noche me sentí como cuando iba a visitar a mi madre a su apartamento. Abrazado. Cobijado. Cuidado con amor, en esos pequeños gestos como la comida. Después la llamé para agradecerle lo bien que me había hecho sentir.
Como dijo en varias oportunidades la escritora y poeta estadounidense Maya Angelou (1928-2014), "la gente olvidará lo que dijiste, la gente olvidará lo que hiciste, pero la gente nunca olvidará cómo la hiciste sentir".
Al enterarme de su muerte, más allá de la vida grandiosa que deja, sentí tristeza. Bastaron esas horas para sentir su bondad silenciosa, pero que se quedó en mí para siempre. Y esa noche, sin saberlo, me regaló un recuerdo que iba a durar toda la vida. Una estrella fugaz que dejó una estela permanente.
Me fui de su casa pensando que era de esas personas que simplemente hacen el bien, sin esperar nada. Y eso, en este mundo, es extraordinario.
Fue apenas una velada en la noche la que compartí con Belela Herrera, pero hay momentos que duran toda la vida.
Siempre nos quedará París.