La ministra de Trabajo y vicepresidenta segunda en funciones, Yolanda Díaz, pidió audiencia hace unos días al ex presidente de la Generalidad de Cataluña atrincherado en su escaño de eurodiputado en Bruselas.
El antiguo periodista, reinventado para la política, no cabía en sí de gozo.
Puigdemont sabía que su nombre estaba proscrito, pero como la política es el arte de lo posible -y de lo imposible- cuando más cerca se le venía una posible extradición (tras perder la inmunidad como europarlamentario) llamó a su puerta la enviada clandestina de Sánchez.
Lejos de su Gerona natal desde 2017, año en el que convocó esa parodia de referéndum de independencia prohibido por la Constitución, sentía que recuperaba la importancia y el respeto que reclama.
Las cuentas del perdedor de las elecciones, que ha demostrado una capacidad sorprendente para presentarse como si fuera el ganador, no le salen para repetir gobierno.
El voto del exterior, donde Argentina y Uruguay, tuvieron algo que decir colocaron a Sánchez en la tesitura de respetar la victoria del Partido Popular de Alberto Núñez Féeijo (con sus alianzas se ha quedado a cuatro escaños de la mayoría absoluta) y dejarlo gobernar o intentar construir un modelo renovado y ampliado de su Frankenstein de gobierno.
El presidente en funciones eligió lo segundo, intentar construir otro monstruo de una veintena de cabezas, pactar con el demonio nacionalista, los etarras reconvertidos y el perseguido por la justicia por su surrealista intentona golpista.
A eso fue Yolanda Díaz a Bélgica, a convencer al mismísimo diablo del separatismo, que da esquinazo permanente a su detención, que nunca tendrá mejor oportunidad que esta aunque sólo tenga siete escaños.
Pero Puigdemont, a sus 60 años, conoce bien quién es quién en La Moncloa y fuera de ella.
Sabe que, sin él, Sánchez está perdido, que lo necesita como agua un desterrado en el desierto, pero también sabe que Pedro Sánchez no es un hombre de palabra o más preciso, es un hombre de muchas y contradictorias palabras.
No se fia (con razón) y antes de darle su apoyo para que repita otros cuatro años en el Palacio de la Moncloa, le ha exigido un puñado de condiciones que han sacudido los cimientos de la democracia española.
Puigdemont pide que con el previsible fracaso de la investidura de Núñez Feijóo y antes de que llegue la de Sánchez se “desjudicialice” su causa o dicho a su manera, que se “abandone la vía judicial”, que se autorice un referéndum pactado de independencia (únicamente en Cataluña), que se incorpore la figura del mediador y lo más importante, que se celebre una amnistía general para él (en el fondo lo más importante), los suyos que participaron del falso referéndum del 1 de octubre de 2017 (también para los corruptos) y para los anteriores que, como Artur Mas, su antecesor en el gobierno autonómico, convocaron otras consultas prohibidas.
Al margen de sus definiciones de Cataluña como nación o su particular revisionismo histórico y embestidas contra el sistema de gobierno español, Carles Puigdemont lanzó el misil hipersónico más peligroso hasta ahora contra la línea de flotación del barco de la democracia española.
Plantear una amnistía supone itir e identificar España con un régimen totalitario, con una dictadura que violó los derechos del prófugo y de todos aquellos que fueron condenados por el Tribunal Supremo, aunque posteriormente recibieron el indulto de Pedro Sánchez.
“La Constitución no es un chicle, no cabe la amnistía ni la autodeterminación”, se apresuró a declarar Felipe González.
El socialista fue el único ex presidente del PSOE que se negó a participar de los actos de campaña de Sánchez o a hacer público su apoyo.
Sus palabras no sorprendieron ni inmutaron a Puigdemont y menos al presidente del gobierno y a la nueva camada del PSOE que le rodea. Para ellos son dinosaurios de otra época que hoy no entienden nada de política ni tienen poder de maniobra para condicionarles.
Alfonso Guerra, ex vicepresidente de la misma época con fama merecida de manejar con soltura el dardo en la palabra, disparó también contra Puigdemont y le calificó directamente de “gánster de poca categoría” antes de reconocer, “soportar eso es imposible. Yo, pido que no hagan esa amnistía”.
Guerra, con buen ojo para identificar responsables, apuntó más arriba, a la cumbre de Moncloa y analizó la cita belga de la comunista y vicepresidenta segunda con el hombre que, hoy por hoy, si pone un pie en España quedará automáticamente detenido. “Es una infamia política intolerable… Y, ¿estos son los de la nueva política?”, se preguntó en una entrevista radiofónica en la cadena Cope.
Carles Puigdemont disfruta desde la distancia al ver cómo el avispero del PSOE está desatado.
El ex alcalde de Gerona y presidente de Junts per Catalunya (Juntos por Cataluña) no tiene nada que perder, en este escenario se siente como pez en el agua, es ya ganador y se frota las manos soñando con las soluciones creativas que ha encargado Sánchez para lograr, con otro disfraz entregarle el vestuario de la impunidad.
El de los fondos para el partido ya se lo dio al cederle los diputados que le faltaban para formar grupo propio en el Congreso. Porque no hay que olvidar que con 7 diputados, Junts (menos del 2 % de los votos), se tendría que haber quedado en el grupo mixto y perder cuantiosos fondos oficiales.
Ministros y ex ministros del PSOE, -algunos jueces-, hacen malabares para tratar de justificar un posible encaje de una amnistía en la Constitución.
La hemeroteca les devuelva a diario imágenes donde reniegan sin fisuras de esa posibilidad, “no tiene reconocimiento en nuestro ordenamiento jurídico”, proclamó Fernando Grande-Marlaska, titular de Interior y magistrado en excedencia; “La amnistía sería suprimir uno de los tres poderes del Estado”, dijo, hace apenas dos años, contundente la ex vicepresidenta Carmen Calvo; “El PSOE no aceptará ni la amnistía ni la autodeterminación, no negociara con Puigdemont”, llegó a garantizar el ex ministro de Sanidad, Salvador Illa, el pasado mes de julio mientras la actual ministra de Justicia, Pilar Llop, que ahora no sabe a qué rincón mirar, el 5 de julio pasado se despachó: “Dejémonos de paños calientes, Puigdemont debe presentarse ante la acción de la justicia”.
Once ministros socialistas en total negaron la posibilidad de la amnistía antes de las elecciones, pero la guinda de ese pastel de declaraciones de la memoria envenenada, una vez más, la puso Pedro Sánchez: “Piden la amnistía, algo que este gobierno no va a aceptar”, dijo el 10 de noviembre el actual presidente del gobierno en funciones.
La expresión todo “dentro del marco de la Constitución” es el comodín al que recurrió Carles Puigdemont en su comparecencia en Bruselas donde prohibió las preguntas a los periodistas. Esa misma expresión es la que repite el Gobierno en funciones cuando se le pregunta hasta dónde está dispuesto a llegar.
El indulto es el perdón, pero no el olvido. La amnistía es hacer desaparecer los delitos, simular que nunca se cometieron.
El primero, Carlos Menem lo hizo con los condenados en el histórico juicio a las juntas militares en Argentina. Lo segundo sucedió en España tras la muerte de Francisco Franco, con la llegada de la democracia.
¿Será Pedro Sánchez capaz de ceder o encontrar un recoveco por donde colar la amnistía? ¿Qué hará Felipe VI en ese caso?
Las preguntas quedan pendientes para otra columna. Mientras tanto, el autoproclamado presidente del Consejo por la República Catalana, Carles Puigdemont, se hincha de gusto (en sentido figurado y textual) al recordar el discurso que le dirigió el 3 de octubre a él, directamente, el Rey: “… de una manera clara y rotunda, se han situado totalmente al margen del derecho y de la democracia”.