Si la historia se analizaba demasiado pronto —decía aquella vieja premisa— podía convertirse apenas en la continuidad de la disputa política por otros medios, disfrazada de rigor académico y conocimiento social. Y así, volver interminables los conflictos sociales, aun cuando ya hubieran concluido en la realidad.
Esa idea tenía sentido en los años 50 o 60, quizás hasta la década del 70. Pero hoy, con la velocidad vertiginosa de los tiempos globalizados, las historias —como el tiempo— se han vuelto demasiado líquidas. El presente se convierte en pasado a una velocidad desconcertante.
Esta concepción partía del supuesto de que ciertos hechos, solo con el paso del tiempo, podían ser abordados con desapasionamiento.
Y, además, dejaban el terreno de la verdad histórica en manos del Estado, el único autorizado para decidir qué podía enseñarse o debatirse, a partir de sus planes de estudio en los distintos niveles de la educación formal.
Frente a esto surgieron nuevas aproximaciones, impulsadas desde la sociedad civil y las universidades, que se autodenominaron “historia reciente” o “historia actual”.
Estas corrientes reclamaban para la disciplina histórica la potestad de estudiar, investigar e incluso involucrarse en aquellos sucesos —generalmente traumáticos— que habían ocurrido mucho más cerca en el tiempo que los tradicionales cincuenta años de distancia.
Alemania fue pionera en este enfoque, por razones fáciles de entender.
El pasado, en medio de la polarización en España
España no se quedó atrás y tuvo en esta corriente al gran historiador, ya fallecido, Julio Aróstegui, así como a toda una renovación historiográfica que también impactó con fuerza en América Latina.
Allí, el auge de los estudios sobre dictaduras, violaciones a los derechos humanos y memorias del terrorismo de Estado cobró protagonismo, especialmente como versión oficial de los hechos tras la llegada al poder de los llamados socialismos del siglo XXI en varios países de la región.
Esta perspectiva abrió la posibilidad de que los propios protagonistas de los hechos —por ejemplo, las víctimas de la represión ilegal— se convirtieran también en historiadores, y pudieran continuar su lucha contra los responsables, trasladando los reclamos de justicia a un terreno que ya no era exclusivamente político o judicial.
Pero fue precisamente allí donde la historia comenzó a convertirse en la primera víctima de la polarización.
Otra máxima, también muy citada en colegios, aseguraba que estudiar la historia servía para aprender de los errores del pasado y, sobre todo, no repetirlos.
Como si el pasado volviera a corporizarse exactamente del mismo modo, para que podamos reconocerlo y evitarlo. Pero eso nunca ocurre.
Si apareciera un nuevo líder nazi en Europa, es seguro que no sería un austro germano bajito con un bigotito ridículo culpando a los judíos y a los políticos de todos los males que sufre sus conciudadanos.
Si el pasado y las malas decisiones que toman las sociedades fueran tan fáciles de identificar, no habría que estar tan preocupado por el rumbo del presente.
Es que inexorablemente, lo nuevo siempre llega con formatos distintos.
Y las personas que lo enfrentan lo hacen con sus propios ojos —nuevos e inexpertos— sin contar demasiado con las vivencias previas y los legados de pasadas generaciones.
Pero, aun así, el pasado no es tan fácil de soltar.
La historia como arma arrojadiza
Para la izquierda española, todo lo que está a su derecha parece tener algún vínculo con el franquismo, aunque hayan pasado cincuenta años desde la muerte de Franco y casi noventa desde la toma del poder.
En cambio, los Pactos de la Moncloa se han convertido, para estos mismos sectores, en un mal recuerdo y en una trampa simbólica para una izquierda que quiere desprenderse del ropaje socialdemócrata de aquellos años.
Hoy, el negocio es la polarización, no el acuerdo.
La imagen de aquellos viejos políticos españoles —desde la izquierda a la derecha— es hoy más un estigma que un capital político para la nueva izquierda.
El primero en comprenderlo fue el juez Baltasar Garzón, y por eso intentó romper ese esquema desde un lugar supuestamente neutral: el prestigio y la autoridad que le otorgaba su rol como magistrado.
Finalmente, fue sancionado por sus propios colegas, no por su cruzada contra el franquismo, sino por cuestiones mucho más pedestres: fue inhabilitado por ordenar escuchas ilegales entre abogados y detenidos en el marco de la trama Gürtel.
Un final muy alejado de sus ambiciones épicas de reescribir la historia de España teniéndose a sí mismo como figura central. Los egos —como también el azar y los errores no forzados— tienen su peso en los acontecimientos, aunque cueste aceptarlo para quienes sueñan con el bronce eterno reservado a los héroes del siglo XVI.
Garzón quiso romper un componente central del pacto de la Transición: la Ley de Amnistía.
A diferencia de lo ocurrido en América Latina tras las dictaduras, en España la iniciativa para sancionar esa ley en 1977 provino de las propias filas de la izquierda, ya que eran sus adherentes quienes estaban presos o perseguidos.
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Xi Xinping y Donald Trump, presidentes de China y de EEUU.
La derecha y la nostalgia del comunismo
Para las derechas más duras, el pasado tampoco es algo fácilmente olvidable.
El enemigo inmutable sigue siendo el comunismo. Aunque se presente con nuevos ropajes, todavía quiere terminar con la libertad y el libre mercado.
Que la Unión Soviética se haya disuelto diez años antes de terminar el siglo XX parece solo un detalle.
Que sus pocas herederas relevantes —China y, concedámoslo, Vietnam— sean potencias capitalistas tampoco altera el libre ejercicio de la nostalgia ideológica, que en la España actual —y también en buena parte de Europa— permite ver comunistas detrás de cada consigna medio progresista que asome la cabeza.
Todo este decadentismo oculta algo que puede ser alarmante para la generación de cristal: quizás no estamos tan mal como pensamos.
El historiador sueco Johan Norberg en su libro “Progreso: Diez razones para mirar al futuro con optimismo” sostiene que, a pesar de la percepción generalizada de que el mundo está empeorando, los datos empíricos muestran todo lo contrario.
Pero si la realidad no se ajusta a los deseos y relatos, nada mejor que una buena analogía histórica mal usada.
Porque si no sabemos a dónde vamos, al menos podremos gritar quién tuvo la culpa... otra vez.
Así, con algo de suerte, logremos postergar la pregunta incómoda: ¿y ahora qué hacemos?