Entre el precio de la entrada, del pop y del transporte (súmele una cena, y ni le digo si hay niños de por medio), la falta de tiempo, la abundancia de oferta y la comodidad de poder ver algo en casa, ir al cine en esta época es una decisión que se piensa dos veces, salvo que haya alguna película de esas que se convierten en eventos o que se esperan de antemano.
Pero a veces se cuelan otras que no están en el radar del público y terminan siendo sorpresas tan disfrutables y maravillosas que se quedan con nosotros durante mucho tiempo. Tal es el caso de Pecadores, que desde hace algunos días está en la cartelera de cine uruguaya y es una combinación de temas, influencias y géneros que funciona increíblemente bien. Una mezcla de buen hacer cinematográfico y de entretenimiento puro.
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Todo es un remix
¿A qué vamos al cine? ¿Para qué vamos, si en casa tenemos todo (o eso creemos)? ¿Para qué, si las películas ya no le importan a nadie, si ir al cine implica tener que bancarse al que hace ruido, al que saca el celular para responder un Whatsapp?
“La televisión está bien, pero es una experiencia descartable”, dijo en 2022 el cineasta Quentin Tarantino en una frase que resuena particularmente en esta era de abundancia donde todas las semanas sale la mejor serie de la historia y a la siguiente ya nos olvidamos de ella. “Cuando sale una película que te interesa lo suficiente, te hace salir de tu casa, comprar una entrada, es un día que podrías hacer cualquier otra cosa, pero decidís ir a ver una película. Y te sentás y tenés una experiencia con un montón de desconocidos. En ese momento te convertís en un colectivo”.
La invocación al nombre de Tarantino no es en vano. Su sangre es una de las tantas que se mezclan en Pecadores bajo la mano de su director y guionista, Ryan Coogler.
En un videoensayo que se estrenó en 2010, el cineasta canadiense Kirby Ferguson impuso la idea de que estamos en una época de la historia donde Everything is a remix (Todo es un remix). Haciendo teoría aquella frase de “ya está todo inventado”, Ferguson plantea que la verdadera creatividad en el siglo XXI es tomar todas las historias, esquemas narrativos, influencias y referencias que nos alimentaron, y con eso hacer algo nuevo y diferente.
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Una noción que ya venía desde los sampleos del hip hop y la música electrónica en los años 80, y del cine de Tarantino de los 90, que agarró todas las series y películas que consumió con voracidad desde niño y las regurgitó a través de referencias, homenajes (o plagios, según a quién le pregunte), conexiones y una herencia espiritual que permea todas sus obras.
Eso fue lo que hizo Coogler, que tira en la olla a los vampiros clásicos, el cine musical, la historia real estadounidense, el gótico sureño y un espíritu pop para crear una película que siempre sorprende, que escapa a la clasificación fácil, y que más allá de que su ADN es fácilmente rastreable, termina resultando fresca y sublime, algo cada vez más difícil de ver en el cine que viene de Hollywood.
Mississippi blues
Ambientada en el delta del Mississippi en 1932, la historia arranca cuando dos hermanos gemelos, Smoke y Stack Moore (los dos interpretados por Michael B. Jordan, socio del director desde su primera película), llegan a su pueblo natal después de pelear en la primera guerra mundial y de pasar unos cuantos años trabajando para Al Capone en Chicago.
Los hermanos llegan con plata en el bolsillo y deciden invertirla en un boliche para la numerosa y sufrida población negra de la región, que trabaja en semi esclavitud en las poblaciones de algodón. La noche de la inauguración, sin embargo, se verá interrumpida por la aparición de Remmick, un vampiro de origen irlandés que se ve atraído al antro de los hermanos por la fuerza y la magia del blues que toca el primo menor de los Moore, el joven Sammie.
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La música –el blues principalmente, pero la película también resalta que esa cualidad aplica a la música en general– es una pieza clave de esta historia. No solo por la fascinante banda sonora de Ludwig Göransson, otro socio de la primera hora del director, sino también por las cualidades sobrenaturales que se le asignan en este relato, y que bien pueden aplicar a todas las ramas del arte: la capacidad de encantar al escucha y de invocar “a los espíritus del pasado y del futuro”. Una buena pieza artística toma todo lo que vino antes y lo canaliza, abriendo una puerta a que alguien venga después y la retome.
En particular, esa noción se refleja en una secuencia mágica, una toma continua dentro del bar donde todas las piezas que conforman una película encajan al milímetro para conmover y poner la piel de gallina. Como se dice en las redes: es cine.
¿Un nuevo Tarantino?
Pecadores es, de nuevo, una película extraña. Imagino el dolor de cabeza de los programadores de los cines uruguayos, que suelen guiarse más bien por el género con el que se etiqueta a las películas para asignarles horarios en cartelera que por criterios cinematográficos.
No es estrictamente una película de terror, pero tiene algunos elementos; como también los tiene de comedia, de drama histórico, de película sobre criminales, de musical. Hay vampiros, pero no aparecen y ni siquiera son insinuados hasta bien entrado el metraje de algo más de dos horas, que se pasa como un rayo.
Coogler, que viene de dirigir las dos películas del superhéroe Pantera Negra para Marvel, el reinicio de la saga de Rocky, Creed, y la impactante Estación Fuitvale, se toma su tiempo para presentar este universo sureño, a sus personajes, sus conflictos y sus relaciones. Una cuestión de guion que parece de manual, pero no siempre se cumple.
Porque son estos personajes el centro de todo, y esa construcción cuidada hace que sus destinos importen y sus devenires tengan impacto una vez que la sangre empieza a fluir a borbotones y el bar de Smoke y Stack termina asediado en una suerte de reversión de Del crepúsculo al amanecer (Tarantino de nuevo).
Este elenco de personajes está bien rodeado por la ya mencionada música de Göransson, el vestuario de época, y la imponente fotografía, amplia y maximalista como toda la película, que hace que se eche en falta la existencia en Montevideo de una pantalla en formato IMAX.
Ese maximalismo visual y temático le sacan alguna sutileza a la película, pero el producto de Coogler es lo suficientemente juguetón y divertido como para que se le perdone. Además de que ostenta un apuesta por el riesgo y una abundancia temática – la libertad, el valor de la comunidad, la codicia, el poder, el valor del arte– que la elevan por encima del mero entretenimiento, sin perder ese elemento. Una de esas películas bien redondas que dentro de un año bien puede estar en la charla del Oscar.
En estos tiempos donde la ida al cine se piensa dos veces, vale la pena gastar la bala (de plata, por supuesto), en Pecadores, que pide ser vista en una sala para dejar que el cine haga lo suyo. Ah, y quédese hasta el final de los créditos.